El conde de Montecristo by Alexandre Dumas

El conde de Montecristo by Alexandre Dumas

autor:Alexandre Dumas [Dumas, Alexandre]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1845-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo LV

El mayor Cavalcanti

Ni el conde ni Baptistin habían mentido al anunciar a Morcerf la visita del mayor luqués, que servía a Montecristo de pretexto para rechazar la cena que el vizconde le ofrecía.

Acababan de dar las siete, y Bertuccio, obedeciendo la orden recibida, había salido desde hacía dos horas hacia Auteuil, cuando un coche de alquiler se detuvo ante la puerta del palacete, y pareció escabullirse todo vergonzoso en cuanto dejó cerca de la verja a un hombre de unos cincuenta y dos años, vestido con uno de esos redingotes verdes con galones negros cuya especie es imperecedera, por lo que parece, en Europa. Un amplio pantalón de paño azul, unas botas todavía bastante limpias, aunque de un brillo incierto y con suelas un poco demasiado gruesas, unos guantes de ante, un sombrero que se acercaba más a un gorro de gendarme, un cuello negro, bordado con una orla blanca que, si su propietario no la hubiera llevado por su propia y entera voluntad, hubiera podido pasar por un collarín de tortura; así era el pintoresco atuendo bajo el que se presentó el personaje que llamó a la verja preguntando si era ese el número 30 de la avenida de los Champs-Elysées, donde vivía el señor conde de Montecristo, y que, tras la respuesta afirmativa del portero, entró, cerró la puerta tras él y se dirigió hacia la escalinata.

La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canosos, su mostacho espeso y gris le hicieron ser reconocido por Baptistin, que había recibido la exacta descripción del visitante y que le esperaba a la puerta del vestíbulo. Además, apenas hubo pronunciado su nombre ante el inteligente sirviente, que Montecristo ya estaba avisado de su llegada.

Condujeron al desconocido hasta el salón más sencillo. El conde le esperaba allí, y vino hacia él sonriendo.

—¡Ah! Querido señor —dijo—, sea bienvenido. Le estaba esperando.

—¿De verdad —dijo el luqués—, Su Excelencia me esperaba?

—Sí; ya estaba al tanto de su llegada para hoy a las siete.

—¿De mi llegada? ¿Usted estaba avisado?

—Perfectamente.

—¡Ah! ¡Mejor que mejor! Confieso que temía que se hubieran olvidado de esa pequeña previsión.

—¿Qué previsión?

—La de avisarle.

—¡Oh! ¡No, no!

—¿Pero está usted seguro de no equivocarse?

—Estoy seguro.

—¿Seguro que es a mí a quien Su Excelencia esperaba hoy a las siete?

—Es exactamente a usted. Pero, verifiquémoslo.

—¡Oh! Si usted me esperaba —dijo el luqués—, no merece la pena.

—¡Sí, sí! —dijo Montecristo.

El luqués pareció ligeramente inquieto.

—Veamos —dijo Montecristo—, ¿no es usted el señor marqués Bartolomeo Cavalcanti?

—Bartolomeo Cavalcanti —repitió gozoso el luqués—, eso es.

—¿Ex mayor al servicio de Austria?

—¿Era mayor lo que yo era? —preguntó tímidamente el viejo militar.

—Sí —dijo Montecristo—, era mayor. Es el nombre que se da en Francia al grado que usted ocupaba en Italia.

—Bueno —dijo el luqués—, no pido nada mejor, yo, como usted comprenderá…

—Además, usted no viene aquí por sí mismo —repuso Montecristo.

—¡Oh! Claro, ciertamente.

—Usted viene enviado por alguien.

—Sí.

—¿Por ese excelente abate Busoni?

—¡Eso es! —exclamó el mayor todo contento.

—¿Y tiene usted una carta?

—Sí, aquí está.

—¡Eh! ¡Pardiez! ¿Lo ve? Démela.

Y Montecristo cogió la carta que abrió y leyó.



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